Cuentos ► Rick Astley - de Leonardo Oyola

Una reverenda cagada ser pelirrojo. En el barrio y en el jardín de infantes ya te empiezan a soguear con el  “Colo” de acá, “Colo” de allá. Y si tenés suerte, ese “Colo” no se te va en toda la vida. Pero si te pasa lo mismo que a mí, te ponen el apodo de un colorado más o menos famoso y no te lo sacan más.
Lo dicho: una reverenda cagada. Porque ya era una reverenda cagada que mi mamá me hubiera puesto Axel. Axel Sanabria. ¿A vos te parece?
Sí, Sí. Mis viejos me cagaron la vida con el pelo y con el nombre.

 Después me la cagaron la Seño Delfi, el Gordo Cadena y el hijo de remil putas de Sebastián Rodilla con el mismo apodo. Así, en ese orden.
La seño Delfi era mi maestra de cuarto grado y estaba encargada del acto del 17 de agosto. Cuando me llamó y me pidió que fuera el protagonista yo me puse más colorado de lo que soy por la curda que me daba la mezcla entre vergüenza y orgullo ser el General San Martín. Pero no, ella no quería que fuera el Santo dela Espada.Dehecho, nada de granaderos ni cordillera. Me ensartó como a Cabral el soldado heroico la muy yegua.
Le dije que sí antes de saber cómo venía la mano. Y cuando intenté rechazar la propuesta, ella se agachó para mimarme y rogarme. Para convencerme de que si yo decía que no, no iba a poder hacer el acto como ella quería y que ya había trabajado mucho-mucho para tener que empezar otra vez de cero. Se agachó y le vi el escote mientras me besaba la mejilla. Y ahí dije que sí. Y después de ese puto acto en toda la escuela empezaron a decirme así porque ella me había disfrazado de eso.
Cuando estaba en séptimo les pedí a mis viejos hacer la secundaria en el centro de Morón. Lejos, bien lejos de los que habían sido mis compañeros del primario. Quería empezar de cero. Que nadie más me llamara por ese apodo porque me hinchaba bien las pelotas.
Me anoté en el Chacabuco. ¡Industrial! ¡Colegio de varones! Y nunca tuve tanta paz en medio de tanto bardo. Nos la pasábamos espadeando con las reglas t. Y con esos mismos vagos íbamos al ombú de la plaza a agarrarnos a piñas con los putitos del Dorrego. Lo mismo cuando nos rateábamos para ir al Showcenter a ver una película y después descansar a algún cheto de los que paraban en el McDonalds.
Me mandaban siempre al frente porque me la aguantaba. Era un flash escucharlos cuando me cebaban: ¡Dale, Colo! ¡Matalo! ¡Eso, Colorado! ¡Eso!
Estaba todo bien, mucho más que bien, hasta que empezamos a ir a la cancha a ver al Gallo. Ahí también queríamos que nos respetaran. Ganarnos nuestro espacio. Cantábamos como ninguno alentando al equipo. El jefe de la barra brava en esa época, el Gordo Cadena, un sábado después de andá a saber cuántos nos marcó. Sobre todo a mí.
—¡Como el Colorado tienen que cantar, manga de putos!
El Gordo se quedó un rato en silencio. Pensando. Se le llenaron los ojos de lágrimas y después volvió a gritarle al resto de la hinchada con un nudo en la garganta.
—¡Tienen que alentar como…
Puta que lo parió. Otra vez sopa. Otra vez la misma historia. Otra vez el mismo apodo de la primaria.
Después del partido me invitó a tomar una birra que terminaron siendo muchas. Aprovechando que estaba un poco en pedo y que había ganado algo de confianza le dije que me cabía más cuando me decían Colorado o Colo. A Cadena se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas y hasta puchereó. Haciendo un esfuerzo tremendo para no largar los mocos me confesó:
—¿Sabés lo que pasa? Mis dos hijos, el Daniel y el Carlitos… Los dos están guardados. Hace rato. Cuando yo te vi saltando y cantando, me volví a acordar de ellos. Pero no de cuando venían conmigo al tablón. No. Me acordé de lo que veíamos en la tele. Por eso te dije así. Y por eso te queda así. ¿Estamo?
¿Te la hago corta? Nunca más volví a la cancha. Y cuando me recibí en sexto año, en lugar de hacer ingeniería o arquitectura me inscribí enla EscuelaDantespara ser policía. Tuve un instructor, Gregorio Despo, que también era pelirrojo. Me dijo que no había ventaja más grande que ser colorado cuando sos pata negra. Que terminábamos siendo los más populares. Porque siempre nos identificaban con el apodo y el número de la delegación. Qué él antes de dar clases había sido el Colo dela Séptimade Lavalle.
Así fue como llegué a Laferrere, junto a otro novato de apellido Ordóñez, creyendo fervientemente que iba a ser el Colo dela SeccionalCuarta.Ni bien entramos a la comisaría nos atendió una oficial a la que el uniforme le quedaba pintado. Y yo, por mirarle las tetas a la morocha, también pude saber su apellido al leerlo en la identificación. Urdarijo. Se mostró muy amable al indicarnos dónde quedaba la oficina del que iba a ser nuestro superior.
¿Qué te puedo decir del comisario? Macanudo. La concha de su madre. Se ve que el tipo estaba de joda. Se sentía bendecido no solo por las nuevas incorporaciones, sino también por sumar otro policía… pelirrojo. Le parecía gracioso. Muuuy gracioso. A mi no. Por eso nos juntó a los dos colorados dela SeccionalCuarta.Nos puso a Ordoñez y a mí de compañero y mentor al hijo de remil putas de Sebastián Rodilla.
Pero nadie lo llamaba por su nombre, apellido o rango al Sargento Rodilla. Ni en la delegación ni en la calle. A Sebastián Rodilla todo Laferrere lo conocía, lo conoce y lo conocerá por Rick Astley.
Veinte años atrás, una minita de Scasso con la que andaba le dijo que por ser colorado tenía un aire a Rick Astley. Y el loco se la creyó. Se empezó a peinar con jopo. Cuentan que grababa en VHS los videoclips que pasaban en Rock&Pepsi para aprenderse las canciones y los pasitos; y que se iba con el 96 hasta una galería en Ramos Mejía para comprarse en un negocio de conchetos poleras marca Motor Oil que usaba debajo de sacos anchos y blazers que habían sido del padre.
Dicen que fue el primer metrosexual en Laferrere.
Yo diría el único.
—Ricástlei, te presento a los oficiales Gustavo Ordóñez y Axel Sanabria. Ordóñez, Sanabria: este es Ricástlei.
Sebastián Rodilla le cabeceó a Ordóñez y a mí me dio un apretón de manos. Más bien me la capturó.
—Háganme caso y van a estar bajo mi ala chugueder forever —canchereó guinándome un ojo antes de liberarme la derecha.
Dios mío. ¡Qué pelotudo! Se la daba de langa. ¡Se la da de langa! Mal.
Nos hizo el tour por la seccional y nos puso los puntos. Nos dijo que siempre nos iba a cubrir las espaldas porque como buen compañero él never gona guip iu up / never gona let iu daun / never gona ran araun… an diser iu. Así, textual. En un inglés pronunciado por fonética. Ordóñez estaba pasmado, disimulando seguirlo atentamente. Yo solo miraba para abajo haciendo una mueca que intentaba ser una sonrisa, mientras no dejaba de pensar “Uy, Dios. ¡Uy, Dios!”, y Rodilla meta que te dale con el never gona mei iu crai / never gona sei gutvai / never gona tel e lai… an jer iu.
Daba vergüenza ajena. Mucha. Pero se ve que en la comisaría lo bancan. Estaba llegando a esa conclusión cuando alcé la cabeza y me encontré con la mirada de la oficial Urdarijo. Ella me sonrió y Rodilla/Rick Astley me advirtió al oído:
—Ojota con Urdarijo, Sanabria. Que yi guons tu dens güit mi.
—¡Ricástlei! —gritó el comisario desde su oficina— Están llegando los bomberos con un ahogado. Hacete cargo que puede ser el tuyo.
Hacía una semana que había desaparecido un dealer en un hueco de San Alberto. Según testigos de la investigación que estaba dirigiendo Rodilla, al transa lo habían tirado desde el puente de Cristianía sobre un canal que desemboca en el río Matanza. Los bomberos rastrillaron sin suerte buscando engrampar algo en quinientos metros alrededor del lugar del hecho durante casi una semana. Hasta que lo encontraron. La correntada lo había chupado por un remolino bien abajo a los cimientos del puente donde quedó agarrado de los alambres.
El cuerpo de un ahogado que estuvo mucho tiempo en el agua se infla de un tamaño que no te puedo explicar. El abdomen, si en vida tenía noventa centímetros, ponele, llega a medir un metro y medio por el líquido y la materia en descomposición que retiene. Pensá en una manguera tapada en el extremo por donde debería de salir el chorro. Presión en ambas bocas. Si no cede ninguna, ¿cómo va a terminar?
Exacto.
El cadáver que traían los bomberos en la camilla metálica parecía un luchador de sumo. Estaba como sentado, con las piernas en ele. Prácticamente desnudo. En calzoncillo. Por eso Rodilla creyó que se trataba de su hombre. Porque la mujer del dealer había declarado cuando hizo la denuncia que se lo habían chupado de la casa mientras dormían.
Rodilla/Rick Astley nos explicó que para asegurar la identificación de un cuerpo se tienen que hacer tres juegos de huellas dactilares. Uno para la policía nacional, otro para la provincial y el último para el sumario.
El muerto, a la altura de los hombros, tenía la piel cuarteada. Nunca había visto nada igual. Ordóñez tampoco. Los gajos se le desprendían como un guante de goma. Y en las manos, porque los dedos por el rigor mortis le habían quedado como garras, los colgajos bien largos se zarandeaban ahí donde deberían de estar las huellas dactilares. La piel era como baba.
Rodilla le apretó los tendones para ver si podía aflojar los dedos y así fichar el cuerpo. Ese era el procedimiento.
—Con el primero que lo intentás es con el dedo índice —nos explicó—. Si no se puede con el índice no se puede con ningún otro.
Le fue imposible hacerlo.
—Vamos a tener que hacharle las manos a la altura de las muñecas —nos dijo lo más pancho; y cuando busqué intercambiar miradas con Ordóñez me di cuenta que el flaco se estaba aguantando las ganas de vomitar.
Rodilla/Rick Astley siguió como si nada.
—Hay que ponerlas en formol adentro de un frasco de aceituna, de esos de boca ancha. Le enroscamos la tapa y la mandamos a los laboratorios enLa Plata. Vamosa ver quién de los dos las lleva. Hay que ir enLa Costera. Quédensetranquilos que se pagan los viáticos.
Rogué que me tocara el viaje aLa Platay a Ordóñez las amputaciones sin poder evitar mirar y mirar al cuerpo con su color verde azulado, las arterias marcadas y esos ojos blancos y acuosos sin color ni brillo. El tufo que emanaba era terrible.
Lo teníamos que pasar de la camilla metálica de los bomberos a una camilla común. Cuando lo intentamos, el tipo se nos bamboleó porque estaba redondo, seco y baboso. Se empezó a rajar lo que quedaba del brazo izquierdo y salió mucho pus. Rodilla lo atajó con la macana y el fiambre por el golpe se tiró un pedo. El cuerpo siguió bamboleándose y cuando apenas volvió a sentir la punta de la macana de Rodilla, que lo había intentado atajar otra vez, ahí el cadáver reventó. Por los ojos, los agujeros de la nariz, la boca y el tajo del brazo izquierdo. Y toda la pestilencia me cayó encima solo a mí.
Bienvenido ala Seccional Cuartade Laferrere.
En el patio del fondo de la comisaría, debajo del jacarandá, habíamos dejado lo que quedaba del ahogado. Era el lugar más fresco en la seccional y por eso estaba ahí mientras esperábamos el traslado a la morgue del partido. Una nube de moscas quereseras no dejaban de sobrevolar los restos del fiambre mientras Ordóñez —con la camisa solo manchada por su propio vomito— lo custodiaba para que no se acercaran el perro o los gatos que andaban por ahí buscando hincarle el diente ante el menor descuido.
Yo me había quedado en boxer para manguerearme toda la mierda con la que había sido baldeado. El resto de los muchachos de la delegación a través de las ventanas me silbaban y me gritaban cosas como ¡qué cuerpito, eh! o Colorado, no te olvides de limpiarte detrás de las orejas. Con un jabón de lavar la ropa me fregaba a más no poder intentando sacarme los restos y el olor que tenía impregnado. Me entró jabón en los ojos y me ardieron. Cuando recuperé la vista, ahí estaba en frente mío la oficial Urdarijo. En las manos tenía un saché familiar de suavizante para la ropa.
—Dame el uniforme que te lo lavo.
—¡No! ¡No! Dejá que lo hago yo.
—A mí no me molesta, Sanabria —confesó regalándome una sonrisa mientras bajaba la vista. Me pareció que me pispeaba el bulto.
—Te agradezco. No hace falta. Lo hago yo.
Urdarijo volvió a sonreír.
—Como quieras. Pero echale después esto así te queda perfumado.
Cuando me pasó el suavizante, con tres dedos pude acariciarle la muñeca. Se sonrojó. Lo vi bien. Fue un segundo antes de que el hijo de remil putas de Sebastián Rodilla carraspeara un pollo exageradamente, apoyado en el marco de la puerta.
—Ejem… Ejem… Un momento histórico éste —afirmó, señalando con el índice el dibujo del pendejito rubio en el saché de Vívere—. El  reencuentro de Chuavechito… ¡Y DIBU!
Demás está decir que todos se cagaron de la risa. Incluida Urdarijo. Y obviamente la anécdota llegó a conocerse rápido en toda La Matanza.
Por tercera vez en mi vida me habían bautizado de vuelta con ese apodo de mierda. Y después de esa, sabía muy bien que —mientras estuviera prestando servicio en esta comisaría del orto en Laferrere— los dos colorados de la Seccional Cuarta íbamos a ser para todo el mundo Dibu & Rick Astley.

 
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